Por: Nick Buxton
Es difícil leer el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC por sus siglas in inglés) y sentirse motivado y entusiasmado. Al fin y al cabo, el informe, publicado en octubre de 2018, advertía de que nos encaminamos hacia un cambio climático catastrófico, mucho más allá del objetivo del incremento máximo de 1,5 grados de temperatura que se fijó hace tres años en la conferencia de las Naciones Unidas sobre el clima celebrada en París. Me deja con una sensación de desasosiego y pavor. Sin embargo, aunque parezca extraño, puede que algunas de las personas que hayan leído el informe del IPCC hayan reaccionado con alegría. Sí, ante la posibilidad de hacer dinero. El lado oscuro del capitalismo nos enseña que el desorden, el cambio y la escasez ofrecen posibilidades de beneficio a quienes estén dispuestos a especular con sus consecuencias.
La capacidad aparentemente desvergonzada de algunas personas para buscar provecho en las situaciones más desesperadas se me reveló con crudeza cuando leí sobre un inversor financiero de Dallas que se dio cuenta, mientras el huracán Harvey se aproximaba a la costa este de los Estados Unidos, de que resultaría muy rentable invertir en vivienda temporal en Houston y el sur de Florida, ya que la gente huiría de su hogar y buscaría algún lugar donde alojarse. “La ocupación llegó al 100% en muchos de esos hoteles”, declaró el inversor de Dallas. “No superamos esta cifra, pero conseguimos un 25% o 30% bastante rápido”.
En su libro Windfall, el periodista McKenzie Funk viaja por todo el mundo para reunirse con las grandes empresas que ya se están empezando a lucrar con el aumento del nivel del mar, las inundaciones, los incendios y la escasez.
Trump también está proporcionando un estímulo al negocio de las compañías de geoingeniería, que prometen parches tecnológicos contra el cambio climático que bien contrarrestan el aumento del calor originado por el calentamiento global o bien eliminan el dióxido de carbono de la atmósfera. Entre ellos, encontramos propuestas tan estrafalarias como el lanzamiento al espacio de miles de millones de pequeñas sombrillas para rebotar la luz solar. Parecería contradictorio que los republicanos que niegan que la intervención humana sea la causa del cambio climático inviertan en tecnologías no probadas que modificarían deliberadamente el clima.
Pero es de destacar que los aliados comerciales y políticos de Trump, famosos por su negación del cambio climático, son a menudo los mayores entusiastas de la geoingeniería. Y durante el mandato de Trump, se les está concediendo más libertad de acción para experimentar, a pesar de la moratoria internacional sobre la geoingeniería. David Keith y Frank Keutsch, dos artífices de la geoingeniería, prevén experimentar con pulverizadores desde un globo en los cielos de Arizona, con el fin de evaluar los riesgos y los beneficios de su despliegue a mayor escala.
Este mercado no surge en un vacío político. Lo estimulan los políticos que, mientras se quejan de los costes potenciales de los efectos del cambio climático, persiguen movilizar financiación privada, por ejemplo, mediante la promoción de los bonos de catástrofe, un tipo de reaseguro que raramente se hace efectivo, pero que, en teoría, se ofrece en caso de los acontecimientos catastróficos más extremos.
Estos bonos están siendo presentados por la OCDE, las Naciones Unidos y el Banco Mundial como un modo de protegerse contra el cambio climático. Sin embargo, entre 1996 y 2012, los inversores solo abonaron 682 millones de dólares de los 51.000 millones de dólares comparados en bonos de catástrofe. Esto se explica porque, debido a las restricciones sobre lo que constituye una ‘catástrofe’, solo se hace efectivo un pequeño porcentaje de bonos.
En otras palabras: como muchos otros productos financieros de hoy, los bonos de catástrofe tienen más que ver con crear una nueva fuente de ingresos para los banqueros que con proteger a las personas vulnerables.
Sería erróneo sugerir que esto significa que todas las grandes empresas se preparan para beneficiarse del cambio climático o incluso para anticiparse a él. De hecho, al igual que muchos políticos, la mayoría de ellas parece miope con respecto a los efectos probables del cambio climático sobre su modelo de negocio. Según un informe publicado por KPMG en 2017, el 75 % de las compañías en 49 países ni siquiera contempla el riesgo climático en sus informes financieros. Entre las que sí lo hacen, el cambio climático se considera principalmente como un riesgo para los beneficios, que se derivaría de los cambios en el tiempo meteorológico o la regulación climática, y no como un indicio de la absoluta necesidad de cambiar la manera de hacer negocios.
Esta combinación de miopía y especulación desvergonzada por parte de las grandes empresas es peligrosa, dado el inmenso poder político, económico y cultural que han acumulado durante las últimas décadas. Es como si nos hubiera robado las llaves del coche un conductor para llevarlo directamente al acantilado, sin pensarlo siquiera o, en el mejor de los casos, calculando cómo sacar dinero del choque inevitable.
Lo que nos lleva al último grupo importante que apuesta por el ‘desastre’: el ejército y la industria armamentística que lo abastece. El ejército siempre ha sido una de las organizaciones más activas en lo que se refiere a la previsión de los efectos del cambio climático, con informes que se remontan a 1990 y que analizan sus consecuencias. En 2008, tanto los Estados Unidos como la Unión Europea identificaron el cambio climático como un ‘multiplicador de amenazas’ en el marco de sus estrategias de seguridad, advirtiendo de escenarios apocalípticos y de que el cambio climático intensificaría los conflictos y las tensiones existentes. En 2009, un ejercicio de hipótesis de este tipo predijo lo siguiente: “A medida que primero miles, luego millones y después cientos de millones de personas hambrientas empiecen a inundar Europa, la Unión Europea intentará escudarse tras altos muros y bloqueos navales, una estrategia de contención que se considerará moralmente indefendible y provocará una gran inestabilidad y empobrecimiento internos, pero que también se verá como un asunto de supervivencia”.
En Europa, observamos este hecho en la forma en que la seguridad ha ido adoptado un papel cada vez más protagonista en las prioridades de la UE
De no gastar prácticamente nada en este ámbito hace diez años, la UE gastará 11 000 millones de euros entre 2014 y 2020. Durante este período, el presupuesto del organismo de la UE encargado de las fronteras, Frontex, ha experimentado un aumento del 3.688%. Los ganadores son las grandes empresas armamentísticas ―Airbus, Finmeccanica, Thales y Safran― muchas de las que exportan armas a las regiones donde se viven conflictos (norte de África y Oriente Medio) y, de este modo, contribuyen a que la gente huya y, después, consiguen contratos para militarizar las fronteras de la UE e impedir su entrada en Europa.
En este contexto, podemos empezar a vislumbrar un futuro definido por estrategas empresariales y militares, un futuro que presupone la escasez y el conflicto, y promete seguridad y beneficios constantes para los ricos. Nuestro reto consiste en arrebatar el mando de control de estos actores, que son los principales responsables de la crisis climática y no deberían ser los encargados de nuestra respuesta a sus consecuencias.
Teniendo en cuenta el poder al que nos enfrentamos, no será una lucha fácil. Pero hay momentos en los que podemos divisar las posibilidades y el poder de un enfoque diferente.
En el otoño de 2015, miles de europeos entregaron alimentos a las personas refugiadas que cruzaban Europa, tripularon buques de rescate en el Mediterráneo, organizaron actos de bienvenida en sus ciudades para los sirios que huían de una guerra espantosa y consiguieron cambiar durante un tiempo el discurso de hostilidad hacia las personas refugiadas.
Cuba, un país falto de recursos, por lo general consigue proteger de los huracanes muchas más vidas que su hostil vecino, los Estados Unidos, gracias al sistema bien organizado de los comités locales de defensa civil, respaldado por los recursos del Gobierno central y unas comunicaciones eficaces. Cuando este país empobrecido se enfrentó al huracán más potente de todos los tiempos, el Irma, en 2017, murieron diez personas, mientras el mismo huracán, incluso ya debilitada la velocidad del viento, mató a más de 70 personas en el país vecino, mucho más rico.
La verdad es que la escala sin precedentes de la hecatombe climática significa que el futuro es muy incierto. No sabemos qué desafíos nos planteará un clima profundamente inestable y cambiante. Pero si hemos de apostar por el futuro, estos ejemplos de solidaridad, justicia y resistencia parecen mucho mejores para nuestro futuro colectivo que dejar el mundo en manos de las grandes empresas y el ejército. Nuestra lucha consiste en convertir esta resuelta apuesta en una estrategia para la transformación política sistémica.
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